Dios mío, envía ahora tu Espíritu sobre mí y que me ayude a abrir mis ojos y mis oídos a tu Palabra, que me guíe y asista al meditar tus enseñanzas, para que pueda saborearla y comprenderla, para que tu Palabra penetre en mi corazón, y me conduzca a la Verdad completa. Amén
San Mateo 17, 1-9“
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas con él a un monte elevado. Ahí se transfiguró en su presencia: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve” …. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: «Levántense, no tengan miedo.»
Jesús sabe que necesitamos experimentar su cercanía humana: el contacto de su mano, no solo el resplandor divino de su rostro. Siempre que escuchamos a Jesús en el silencio de nuestro ser, sus primeras palabras nos dicen: Levántate, no tengas miedo.
Muchas veces como cristianos vivimos sin escuchar
en nuestro interior a Jesús. Y, sin esa experiencia, no es posible conocer su
paz inconfundible ni su fuerza para alentar y sostener nuestra vida.
Cuando nos detenemos a escuchar en silencio
a Jesús, en el interior de nuestra conciencia, escuchamos siempre algo como
esto: “No tengas miedo. Abandónate con toda sencillez en el
misterio de Dios. Tu poca fe basta. No te inquietes. Si me escuchas, descubrirás
que el amor de Dios consiste en estar siempre acompañándote. Y, si crees esto,
tu vida cambiará. Conocerás la paz del corazón”.
En el libro del Apocalipsis se puede leer
así: “Mira,
estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en
su casa”. Jesús llama a la puerta
de cristianos y no cristianos. Le podemos abrir la puerta o lo podemos
rechazar. Pero no es lo mismo vivir con Jesús que sin él.
“Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus senderos. Guíame por el camino de tu fidelidad; enséñame, porque tú eres mi Dios y mi salvador” (salmo 24)
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