No se trata de una novela, sino de una realidad que
celebramos y revivimos cada año en la Semana Santa.
De un Dios creador, qué dialogaba con su creatura, se
pasó a una creatura que se alejó de Él y también así de sí misma; pero en el
tiempo, Dios vuelve a buscarlo; promete su presencia en una Alianza de
fidelidad con su pueblo en la persona de Abraham padre en la fe; pero ese
pueblo vuelve a ser infiel y ante esa falta de amor, aparecerá la ley y de ella
la religiosidad legal que tampoco podía producir desde una piedra exterior, la
transformación del corazón del hombre, pues él, no puede justificarse ante Dios
por sus propias obras. Así llegamos al Dios que por tercera vez sale al
encuentro del hombre, pero en esta oportunidad haciéndose hombre. Ya no se
tratará de inspirar a emisarios como los profetas, sino de su propia persona, La
Palabra hecha carne, pues en Cristo Jesús que se abaja para que el hombre pueda
llegar a él, se reencuentra absolutamente la naturaleza humana y la divina en
una sola persona.
Por ello tanto Benedicto XVI como Francisco, insisten en
sus encíclicas de presentación, que se comienza a ser cristiano “por el encuentro
con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y,
con ello, una orientación decisiva”, - eco de la bella expresión de san Agustín: “Ser cristiano
no es ir a la conquista de Cristo, sino en dejarse conquistar por él”.
Ese sentido y esa puerta de reencuentro gratuita de Dios con su creatura, fue posible porque un Jesucristo, que muriendo en la Cruz, nos dio de una vez para siempre, la vida eterna antes perdida. Paradoja evangélica que se sintetiza en la Semana Santa, donde se inicia con un Domingo de Ramos en que reciben al Señor vitoreándolo, para al poco tiempo, arrastrarlo al juicio y a la condena. Jueves sacerdotal de aquella última cena de Jesús con sus amigos, en que nos deja el encuentro Eucarístico junto a su palabra, para ser repetida en cada Misa y en cada instante en todo el mundo, como presencia viva y operante en aquellos que creen; un viernes de silencio en que recordamos a la luz sepultada en la oscuridad de la tumba, para llegar a un sábado de Gloria y Domingo de Resurrección, en que la vida vence a la muerte, como la luz a las tinieblas, por aquel que se autodefinió, no solo como vida y verdad, sino fundamentalmente como camino, ya que el hombre no pudiendo hacerse un camino hacia Dios; Dios se hizo camino para llegar a él y así, poderlo encontrar en nuestro propio interior, como templos de su Espíritu. De la creación, a la recreación definitiva, atravesando el puente de la Cruz, hacia la vida eterna. P. Juan José F. Milano
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